lunes, 22 de junio de 2009

Mi DVD no habla español

Todos conocemos los “traductores” disponibles en Internet. Son desternillantes. Usted pone por un lado I’m just pulling your leg y por el otro sale “soy justo tirando de su pierna” en vez de “sólo bromeo”. Claro, una nota nos advierte: “El resultado precisa siempre de corrección. ******** [nombre del que patrocina la ciberpágina] no se responsabiliza del texto que se traduce ni de la traducción resultante”. Y con razón. Pero esa pequeña nota no la veo en ninguna parte cuando escucho en la pista en “español” de mi DVD que fulano “hace mucho dinero”, que le encanta “tener sexo”, que “su salud mejoró dramáticamente”.

¿Será que mis DVDes son traducidos por máquinas? Una máquina hace una traducción estúpida: no tiene el discernimiento que da el conocer el mundo, es apenas un depósito de lo que los hombres programan en ellas. Sólo así puede entenderse que en un diálogo informal, el escuchar “grandioso”, “es correcto” y “casual”, me desconcierte sobremanera. Me voy a la pista en inglés: great, that’s right, casual, es decir, en la situación concreta, “estupendo”, “así es” e “informal” respectivamente.

Claro que no son máquinas las que traducen los DVDes. Son empresas —muchas— irresponsables a las que nadie les pone el cascabel y que trastocan por completo la vida de la lengua, ya que del DVD la cosa pasa a la vida real: un familiar me dijo recientemente que de haber persistido yo en el ejercicio del Derecho habría “hecho mucho dinero”. Repliqué que la única manera posible de hacerlo era trabajando en la Casa de la Moneda. Me miró perplejo.

¿Qué importa si hay empresas que traducen como máquinas? Mucho. Que las lenguas cambien para realizar los ajustes que requieren sus culturas, metabolizando los aportes de las otras, es maravilloso y necesario, pero que por optimizar unos costos de producción una empresa empuje a nuestra lengua hacia un calco de otra, vaciándola del genio del pueblo que la ha forjado, es grave: un comienzo de aculturación que termina en el descampado o la alienación, ambos con eventuales pataleos fundamentalistas.

Borges decía: “Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos”. Así es: las lenguas inclinan nuestra manera de percibir y sentir. Hablan de aquello que es fundamental para sus culturas —tipos de nieve para los esquimales, instrumentos financieros para los estadounidenses, honoríficos para los japoneses— y lo hacen tiñendo al mundo de emociones muy disímiles —la palabra puente, femenina en alemán, lleva a sus hablantes a sensaciones de belleza y fragilidad, mientras que nosotros pensamos en solidez y robustez—. De allí que invertir esos cables sea jugar con fuego: se corre el riesgo de desfigurar un rostro, de quemar una casa. Por eso, en un mundo de incesantes e intensos intercambios, una traducción de calidad es fundamental. Si es buena nos abrirá, desde nuestros códigos, mundos desconocidos. Si es mala, horadará nuestros códigos y no hará justicia al otro. Cancelará el diálogo.

Y ahora, para evitarme rollos, voy a repasar la última de Almodóvar...

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