sábado, 6 de febrero de 2010

Lengua para la libertad

Hay gente que piensa que nadie debe intervenir en la vida de la lengua, que su evolución debe ser... ¡espontánea! Pero todos intervenimos en ella. Claro, unos con más poder que otros. Y esto ha de importarnos, porque quien tiene poder sobre la lengua, tiene poder. Por una razón muy sencilla: ella es el vehículo fundamental de nuestra asimilación, construcción, interpretación y transmisión de los valores sociales. El dejarla al garete es, simplemente, abandonarla en manos del más poderoso... ¡en nombre de la libertad! Tendría que ser éste un verdadero santo para que sus objetivos fuesen nuestro máximo bienestar y más amplia realización. Generalmente, su agenda es algo mezquina: meter la mano en nuestra cartera o en nuestra conciencia, distribuir el poder entre los leales y demás linduras.

Nada más subversivo que la lengua, cuando es plena y cultivada. Con ella podemos dejar al desnudo las imposturas, construir órdenes distintos a los que nos rigen, proponer soluciones viables, imaginar una vida distinta, decir sí o no desde una roca firme. Pero la historia del orbe hispanohablante parece privilegiar lo que Octavio Paz denominó “el monólogo del Caudillo y la gritería de la Banda”, a los cuales yo agregaría el discurso que amaestra a los zombis que deambulan por centros comerciales. El ilustre mexicano proponía un antídoto: la palabra crítica. Decía que “sólo ella puede crear el espacio –físico, social, moral– donde se despliegan el arte, la literatura y la política”.

La antítesis de la palabra crítica es la neolengua, base de la perfecta dictadura plasmada en la novela 1984, de George Orwell. En ella, el Gran Hermano –otro caudillo– a fin de dominar mejor a quienes se hallan bajo su mando, decide imponer un idioma en el que todo concepto que remitiese a libertad o subversión quedase sencillamente suprimido. Jugada maestra, porque vemos aquello cuyos conceptos tenemos listos en nuestra mente para proceder a su captación en el mundo. Así, quien ve a su alrededor toda una gama de teléfonos celulares, a la par que discrimina todas sus funciones y potencialidades, es porque la lengua le ha permitido desarrollar una refinada capacidad de percepción de esos objetos. Si esa misma persona estuviese privada de toda información al respecto, sólo vería curiosos volúmenes que no sabría cómo hacer funcionar.

Concepto que no se tiene, objeto que no se ve, o al menos no se percibe con los claros contornos que nos permitirían interactuar con él de manera plenamente productiva. No abandonemos pues la lengua en manos del más poderoso, so pena de que sólo veamos aquello que a él le interesa. Intervengamos en la vida de la lengua para que su plenitud de conceptos y estructuras en el espacio público genere las opciones que dejen siempre abierta la libertad. Para que ésta no se convierta en una mera concatenación de sílabas que no sepamos cómo hacer funcionar.