sábado, 28 de agosto de 2010

¿Nobles razones o pérfidas intenciones?

   Algunos recordarán a François Mitterrand, rosa roja en mano, rodeado de artistas, intelectuales y políticos de todo el orbe, subiendo hacia el Panteón en París el día de su toma de posesión como Presidente de Francia. Otros habrán retenido la imagen de este político tomado de la mano con Helmut Kohl sobre el campo de Verdún, donde las trincheras en la Primera Guerra Mundial produjeron miles de muertos. Lo cierto es que ostentó la presidencia 14 años, más que nadie en el siglo XX de su país, redujo al gran partido comunista francés a la insignificancia, dio a la izquierda francesa credibilidad como opción gubernamental, abolió la pena de muerte y sembró París de nuevos monumentos. Un político a tiempo completo... pero también un hombre de letras y amplísima cultura, cuyos libros revelan finos análisis y chispeantes narraciones en una lengua tallada, eufónica, ceñida a lo esencial. Este testigo de excepción de la relación entre lengua y sociedad escribió: “Una sociedad que deja en manos de otros sus medios de representación, es decir, los medios de hacerse presente ante sí misma, es una sociedad sometida”.

   Tiene razón Mitterrand. Y la lengua en todos sus ámbitos, registros y soportes es el principal medio de representación tanto del individuo como de la sociedad. Medio que lleva en sí coordenadas específicas y esenciales de sus hablantes. No se cambia de lengua, pues, como se cambia de ropa. Cambiar de lengua es cambiar de piel. Por ello nuestro gran Rosenblat decía: “la sociedad no puede dejar al arbitrio de fuerzas ciegas y contradictorias un instrumento tan vital como su sistema expresivo”. Hay que organizarse entonces para que este medio sea de oro y esté adecuadamente distribuido.

   Pero cuidado... una noble razón puede ocultar una pérfida intención. Algunos sospechan que detrás de los combates por la diversidad lingüística sencillamente hay un afán de dominación política: mantener confinados a determinados pueblos, sin posibilidad de real cotejo o elección, gracias a la lengua como aduana cultural. Para verlo claro, piénsese, en otro plano, en todos los beneficios que dan a una oligarquía local unas buenas barreras arancelarias y se captará plenamente la idea. Otros indican que el defender las lenguas poco difundidas es empujar hacia la primacía del inglés. Desaparecerán de todos modos –sostienen– y mientras se desmoronan sus hablantes van aprendiendo inglés. Para verlo claro pensemos en la Unión Europea. Si fuese de tres miembros grandes –Francia, Inglaterra y Alemania– nadie pensaría seriamente en que una de sus lenguas debería ser usada por todos. Pero al ser los miembros de tamaño muy disímil y existir 24 idiomas oficiales... ¿por qué no “simplificarse” la vida con el inglés?

   Se trata entonces de separar la paja del grano: analizar la posición de cada lengua y garantizarle a sus hablantes tanto identidad como apertura. Porque de lo que no cabe duda es de que estamos ante un tema fundamental. Fíjense que el propio Churchill –a quien, como sabemos, le fue otorgado el premio Nobel de literatura– en pleno fragor de la Segunda Guerra Mundial captaba que los combates del futuro se darían en planos más sutiles que el cañoneo: “Me interesa mucho la cuestión del inglés básico. Su amplia difusión sería una ganancia mucho más duradera y fructífera que la anexión de vastas provincias”.

   No comment.