jueves, 6 de agosto de 2009

Las megalenguas: apertura, libertad, fortaleza

Hay alrededor de siete mil lenguas en el mundo: 81,6% de ellas abarcan menos de 100.000 almas, 55,1% menos de 10.000, 25,7% menos de 1.000, 8 % menos de 100. Vehiculan casi exclusivamente tradición e identidad. Constituyen, como toda lengua, un tesoro de la humanidad. Pero sus hablantes jóvenes las abandonan a medida que se alejan de los campos y las aldeas en pos de las luces de la ciudad: la población urbana mundial pasará del 40% hoy al 80% en 2.025. Las urbes fagocitan multilingüismo y secretan monolingüismo: el equipo de la ciudad, densamente agrupado y en comunicación constante requiere un código común capaz de acometer las más disímiles y complejas tareas. Resultado: todos los estudiosos parecen coincidir en que a finales de siglo serán menos de mil las lenguas sobrevivientes. Lo anterior —con justicia— ha encendido multitud de alarmas en nombre de la diversidad lingüística... pero se suele dejar de percibir que las megalenguas, como las grandes urbes, son fuentes extraordinarias de apertura, libertad y fortaleza. Y la nuestra es una megalengua que agrupa 400 millones de hablantes.

Ocupémonos antes que nada de la apertura que posibilita nuestra inmensa urbe. Es el español el segundo idioma hacia el cual más se traduce, tal como nos lo indica el Index Translationum de la UNESCO. Es decir que quien nuestra lengua domina tiene un amplísimo mirador sobre la humanidad. Pero también es el español una plataforma de lanzamiento para llevar nuestros aportes al mundo: es el sexto desde el cual más se traduce. Traemos, llevamos. Nos enriquecemos y enriquecemos. Nos transformamos y transformamos.

En la aldea, el control social es fácil, fuerte y homogeneizante. En la gran urbe, dificultoso, débil y permite una inmensa variedad... sin perder un mínimo de puentes. Jorge Luis Borges coexiste con Augusto Roa Bastos, Hugo Chávez con Álvaro Uribe, las vanguardias con los anacronismos, lo occidental con lo autóctono, el todo mientras las pieles se mezclan. Las megalenguas como la nuestra, al crear macrocomunidades, facilitan la libertad y dan el código de base para permitir el intercambio amplio, el cual da frutos de diversidad muchas veces imposibles —y con frecuencia prohibidos— en pequeñas comunidades.

Por último, en un mundo de colosos y megafusiones, es necesario ser grande y fuerte si se desea no ser engullido, si se aspira a estar en una posición fuerte para negociar adecuadamente los intercambios con el mundo. Es el caso de Brasil. No el de Hispanoamérica, archipiélago de 19 Estados. La megalengua española —40% de los hablantes del continente— puede ser el cemento de una construcción política que nos genere una escala adecuada.

Apertura, libertad y fortaleza son atributos a los cuales los hispanoamericanos debemos aspirar. Tenemos la inmensa fortuna de que la locomotora de la lengua está allí, lista para propulsar a los vagones de la política y la economía. Enganchémoslos.

lunes, 22 de junio de 2009

Mi DVD no habla español

Todos conocemos los “traductores” disponibles en Internet. Son desternillantes. Usted pone por un lado I’m just pulling your leg y por el otro sale “soy justo tirando de su pierna” en vez de “sólo bromeo”. Claro, una nota nos advierte: “El resultado precisa siempre de corrección. ******** [nombre del que patrocina la ciberpágina] no se responsabiliza del texto que se traduce ni de la traducción resultante”. Y con razón. Pero esa pequeña nota no la veo en ninguna parte cuando escucho en la pista en “español” de mi DVD que fulano “hace mucho dinero”, que le encanta “tener sexo”, que “su salud mejoró dramáticamente”.

¿Será que mis DVDes son traducidos por máquinas? Una máquina hace una traducción estúpida: no tiene el discernimiento que da el conocer el mundo, es apenas un depósito de lo que los hombres programan en ellas. Sólo así puede entenderse que en un diálogo informal, el escuchar “grandioso”, “es correcto” y “casual”, me desconcierte sobremanera. Me voy a la pista en inglés: great, that’s right, casual, es decir, en la situación concreta, “estupendo”, “así es” e “informal” respectivamente.

Claro que no son máquinas las que traducen los DVDes. Son empresas —muchas— irresponsables a las que nadie les pone el cascabel y que trastocan por completo la vida de la lengua, ya que del DVD la cosa pasa a la vida real: un familiar me dijo recientemente que de haber persistido yo en el ejercicio del Derecho habría “hecho mucho dinero”. Repliqué que la única manera posible de hacerlo era trabajando en la Casa de la Moneda. Me miró perplejo.

¿Qué importa si hay empresas que traducen como máquinas? Mucho. Que las lenguas cambien para realizar los ajustes que requieren sus culturas, metabolizando los aportes de las otras, es maravilloso y necesario, pero que por optimizar unos costos de producción una empresa empuje a nuestra lengua hacia un calco de otra, vaciándola del genio del pueblo que la ha forjado, es grave: un comienzo de aculturación que termina en el descampado o la alienación, ambos con eventuales pataleos fundamentalistas.

Borges decía: “Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos”. Así es: las lenguas inclinan nuestra manera de percibir y sentir. Hablan de aquello que es fundamental para sus culturas —tipos de nieve para los esquimales, instrumentos financieros para los estadounidenses, honoríficos para los japoneses— y lo hacen tiñendo al mundo de emociones muy disímiles —la palabra puente, femenina en alemán, lleva a sus hablantes a sensaciones de belleza y fragilidad, mientras que nosotros pensamos en solidez y robustez—. De allí que invertir esos cables sea jugar con fuego: se corre el riesgo de desfigurar un rostro, de quemar una casa. Por eso, en un mundo de incesantes e intensos intercambios, una traducción de calidad es fundamental. Si es buena nos abrirá, desde nuestros códigos, mundos desconocidos. Si es mala, horadará nuestros códigos y no hará justicia al otro. Cancelará el diálogo.

Y ahora, para evitarme rollos, voy a repasar la última de Almodóvar...

sábado, 4 de abril de 2009

Inventar palabras, poseer el mundo

En algún momento del siglo pasado lo inventaron. Me refiero al techo de los automóviles que se retrae hasta dejar descubiertos al conductor y al copiloto. No nació en ningún país hispanohablante, así que, para nombrarlo, podíamos cortar la palabra tal cual y pegarla en nuestra lengua: el sunroof, pues. No cuadraba bien: es totalmente opaca para quien no habla inglés y ... ¿cómo la hubiésemos pronunciado? ¿súnrof, sonruf, sonru? Otra posibilidad era escribirla aproximándonos al sonido original: sonruf. Se ve rarísimo y es chirriante al oído. Va otra: techo solar, es decir la traducción del idiota que, cual máquina, calca. Ninguna de esas “soluciones” fue la adoptada. Se hizo lo que hay que hacer: apropiarse del objeto sin complejos desde la chispa y el genio del hablante... y entonces nació el quemacoco.

¡Cuántas ventajas tiene el quemacoco! La primera: hace aflorar una sonrisa en quien la oye. Es decir, tiene gracia. Por ello desajeniza —permítaseme el neologismo— lo designado, lo incorpora al tejido de nuestra cultura. Otra: todos la podemos pronunciar. Y claro, puestos en contexto, todos la entendemos porque es transparente: nadie queda excluido.

El antiejemplo de esto es lo que te dan en Caracas cuando embarcas en el avión: el boarding pass. Así está escrito en el cartoncito en cuestión, que en el habla se transforma en “bordinpá” o “bordinpáj”. ¿Sentirán quienes así proceden que se acercan a una tribu superior, que se alejan del atraso, que acceden a la modernidad? ¿Será simplemente crasa ignorancia de las posibilidades de la lengua? Claro, en otros sitios la llaman tarjeta de embarque: calco, refrito, pero por lo menos se entiende. Ahora, la verdadera música la oí en Bogotá, cuando al entregarme el objeto que nos ocupa, me dijeron: su pasabordo, señor. Casi con lágrimas de emoción, repliqué: ¡gracias, señorita!

Y ya que estamos en aeropuertos, hablemos de las chicas que atienden en los aviones. Cuentan que cuando nacieron se llamaban stewardess y que cuando el oficio llegó a Venezuela, las que habían de asumirlo, dando prueba de un tino absoluto, decidieron que sonaba impronunciable, que era inescribible, que resultaba inentendible, que mejor era aeromoza, como las llamamos en nuestro ardiente trópico.

El tema tiene infinidad de implicaciones, pero una cosa está clara: cuando una cultura está llena de complejos, sus hablantes dejan de crear nuevas palabras. En cambio, cuando se siente segura de sí misma, tiende a darle la vuelta a los fenómenos para nombrarlos desde y para su marco. Quien está acomplejado a nada se atreve, toma las cosas como se las dan, pensando fatalistamente que así es el mundo, que no hay nada que hacer. Pero quien, con desenfado y curiosidad juega con las cosas y las palabras —quemacoco, pasabordo, aeromoza— termina por apropiarse simbólicamente del mundo, lo vuelve suyo, nada le es ajeno si así lo desea... ni siquiera el béisbol, juego de origen totalmente anglosajón, lleno de tecnicismos, para cuyas múltiples jugadas los hablantes de los estadios han encontrado un vocabulario paralelo desde la euforia de las gradas que, combinado a la picardía con la que se lo juega por aquí, lo ha hecho un deporte absolutamente nuestro.

lunes, 2 de marzo de 2009

Mi próximo freezer será un congelador

Hace unos meses cambié el microondas. Desde entonces mi hija de ocho años sabe usarlo a la perfección. Es muy diferente al anterior: viene etiquetado en español.
Lamentablemente, lo anterior no es la regla. Y es insólito que no lo sea. Nos parece normal, en un continente cuyos habitantes son en un 40% hispanohablantes —la primera lengua de América— y en un país donde el 98% habla español y sólo español, recibir bienes y servicios... en inglés: on, off, pause, delete, rewind, shift, redial, enter y demás hierbas nada aromáticas saturan nuestro trato con aparatos esenciales para quien tenga una existencia urbana.
En las antípodas se encuentran los quebequenses: son un islote de náufragos francófonos, apenas siete millones de personas casi sumergidos bajo centenares de millones de anglófonos, y reciben sus bienes y servicios en impecable francés... Si ellos pueden, ¿por qué nosotros no?
Porque los hispanohablantes no nos sentimos amenazados. Somos tan frondosos en lo demográfico y lo literario que pensamos tener la eternidad asegurada. Craso error que a la larga puede costarnos caro: mientras más desatendemos ámbitos públicos y de prestigio, más nos retraemos al vecindario. Terminamos rodeados de recetas de cocina, perinolas, cartas de amor, budares y gurrufíos, los cuales ocupan ciertamente un legítimo lugar en nuestra existencia, pero al desatender minucias como ciencia, tecnología, finanzas, comercio, etc., folclorizamos nuestra lengua. En ello se hallan el 98% de los idiomas existentes hoy y por eso sus hablantes los abandonan: no les dan coordenadas del mundo con el que deben lidiar y empiezan entonces a transmitirlos cada vez más precariamente hasta que mueren.
Pero digamos que vemos la folclorización como algo muy remoto e incluso improbable. Hablemos entonces de los efectos inmediatos de no acceder a bienes y servicios en español. Sólo mencionaré dos: baja productividad y alta inseguridad. Quien trabaja en su idioma, trabaja mejor y, por ende, produce más. Y reduce, por si lo anterior fuera poco, el riesgo de generación de accidentes de todo tipo. En otras palabras, un microondas, de no estar bien rotulado en español y no disponer de un manual bien traducido, no sólo compromete la temperatura de mi café, sino que puede hacer estallar un líquido hirviente en mi cara. Imaginemos el mismo déficit en un aparato de rayos X, un mecanismo de compresión de basura, un reactor nuclear. La cosa es cada vez menos divertida… y se despliega a diario.
Una lengua plenamente viva es aquella capaz de servir a sus hablantes en todos los ámbitos que éstos requieran. Y tenemos todos los recursos humanos, económicos e intelectuales para llegar a ella. Tenemos sobre todo la escala. Cada vez que —todos juntos — exigimos algo, pues... ¡nos es concedido! Nadie se va a privar del 6% de la humanidad, no hay manera de darle la vuelta a 400 millones de personas. Sólo un ejemplo: cuando se pretendió enviarnos las computadoras sin esa linda n tocada con un penachito de humo encima, es decir, nuestra preciosa Ñ, todos, todos los que nos enteramos dijimos NO. Resultado: al lado de la L está la Ñ. No tengo que configurarla recurriendo a 25 teclas diferentes, nada de eso, está como la queríamos, de a toque. Y, si nos ponemos de acuerdo, así como reset se volvió reiniciar, mi próximo freezer será un congelador.

viernes, 30 de enero de 2009

Obama: inglés + español = EEUU

El enlace me llegó por correo electrónico —algunos dirían el link me llegó por e-mail—. Pinché ahí. Apareció Obama ofreciendo el nuevo sueño americano: educación de calidad, salud para todos, jubilación digna. Un sueño socialdemócrata para la tierra donde el mito era ser preterido, llegar a las costas de la Estatua de la Libertad, hacer un gigantesco esfuerzo y volverse rico. Cambian las cosas. Pero lo más sorprendente es que esta oferta es hecha en un clarísimo español, a personas que, por ser votantes, son ciudadanos estadounidenses. Y llego a una conclusión obvia, inexorable... en los EEUU el español no es una lengua extranjera, ni lo ha sido nunca. Una parte gigantesca del territorio actual de EEUU (California, Nevada, Utah, Colorado, Arizona, Nuevo México, Texas, Florida) era territorio bajo soberanía española o mexicana y los habitantes que allí quedaron han perpetuado gestos, costumbres... y palabras. Pero sobre todo está claro que los hispanohablantes “frescos” ingresan por millones cada año, gustan de tener más niños que el austero wasp y, en cierta forma, están reconquistando lo suyo, cuando no directamente tomando nuevos territorios.
Ahora bien, las circunstancias en las cuales se encuentran muchos hispanohablantes en EEUU llevan a una buena parte a quedarse en un limbo, una suerte de sala de espera para entrar al inglés llamada spanglish, sobre el cual Octavio Paz decía que no era ni bueno ni malo, sino “sencillamente abominable”. ¿Podrá esta jerigonza reemplazar al español en EEUU? ¿Expender golosinas será deliberar groserías y aspirar la alfombra se volverá vacunar la carpeta? Lo dudo: el spanglish no posee estándar alguno —es distinto el de California al de Nueva York—, carece de prestigio —nadie escribe seriamente en él— y se halla prácticamente asfixiado entre dos gigantes: el inglés y el español. El mejor negocio de quienes en él se encuentran es salir de allí o reservarlo exclusivamente a la más íntima parroquia. ¿Hablarán entonces como nosotros? Veamos: la presión del inglés es inmensa, las circunstancias que los rodean, distintas: he allí el caldo de cultivo para abandonar códigos inadaptados y apropiarse del dominante. Es posible, pues, que se vuelvan anglófonos con una cadencia, un giro particular... a menos que el español afiance su prestigio, ejerza una atracción irresistible e ineludible.
Y parece ir por este camino: los hispanohablantes somos una suerte de clase media pujante que podría estar a punto de lograr, en este mundo de reacomodo multipolar, un lugar de más preminencia. Pero no parecemos verlo suficientemente nosotros mismos: se nos escapa que somos el tercer PIB del mundo, muy por encima de China y con un tercio de su gente, no percibimos que en el G-20, recién reunido para decidir sobre el futuro financiero del mundo, nos encontramos con Argentina, España y México, tres países hispanohablantes... y paro de contar. Pero el que sí lo percibe es Obama, que en otro enlace, esta vez en inglés, en un acto de campaña, indica: “Estoy de acuerdo en que los inmigrantes deben aprender inglés. Y lo harán, no se preocupen. Pero ustedes deben asegurarse de que sus niños hablen español. Ustedes deberían estar pensando en cómo hacer para que sus hijos sean bilingües”. Pinchen http://www.youtube.com/watch?v=BZprtPat1Vk&feature=related para que lo vean...
¿Qué tal?