viernes, 9 de abril de 2010

Invierta en El Español C. A.

     Imagine que usted es dueño de una operadora de telefonía. Un día se entera de que las otras operadoras comienzan a ofrecer nuevos servicios, muy demandados por cierto. Usted, en lugar de ponerse al día y ofrecer los mismos o mejores, les dice a sus clientes que, de desearlos, deben dirigirse a esas otras operadoras... y ello a pesar de disponer usted del capital y las competencias para ofrecerlos. A los pocos meses baja el número de suscriptores. Al año se halla usted en la quiebra. Insólito. Curiosamente, esto se parece en algo a lo que hacemos los hispanohablantes de América con nuestra lengua.

     Expliquémonos. Las lenguas funcionan como redes. Es más: son redes. Sus “suscriptores” son los hablantes. La mayoría de ellos se halla en un puñado de ellas porque les ofrece muchos “servicios”: sentido de identidad, comunicación, información, educación, perspectivas laborales, diversión, placer estético. Además, estos “servicios” se dan en relación con muchos otros “suscriptores”, a los cuales nos hallamos conectados, con los cuales podemos intercambiar sin traba alguna, ya que comparten el mismo código. 

     El inglés y el español se hallan entre las cinco lenguas más equipadas del mundo, de un total de 7.000. Son capaces de nombrar ya un amplísimo abanico de la humana actividad. Y, como todo idioma, poseen recursos dentro de sus sistemas lingüísticos para colmar cualquier vacío, es decir, generar cualquier “servicio” que no estén ofreciendo. Ahora bien, la inmensa diferencia con casi todas las lenguas del mundo es que el inglés y el español poseen los recursos humanos (académicos, lingüistas, profesores, maestros), materiales (presupuestos de academias, ministerios de educación, universidades y medios de comunicación que generan diccionarios, gramáticas, manuales de estilo, métodos de enseñanza) y jurídicos (legislación para determinar cuál es la lengua del Estado, cuál la de la educación, cuál la de un ámbito, cuál la de otro) para realizar las actualizaciones necesarias y que éstas encuentren una efectiva ejecución. En otras palabras, de quererlo, podemos tener en español todos los “servicios” que ofrece el inglés. ¿Por qué entonces gastamos ingentes sumas, no en equipar el español, sino en intentar, quiméricamente, que nuestros hablantes, en forma masiva, aprendan inglés? El resultado real de esta política, en general, es un pésimo nivel de inglés a la salida del bachillerato y la lengua propia infravalorada  e infraposeída.

     Imaginemos que invertimos en nuestra red: el español (basta con reasignar los recursos económicos hoy despilfarrados, no hacen falta nuevos). Formamos mejor a los maestros, ellos enseñan efectivamente a nuestros muchachos a leer, escribir y hablar, éstos encuentran en su lengua bien aprendida todos los “servicios” que necesitan y se entienden efectivamente con millones de “suscriptores”. ¿Y el inglés? No hará la falta que hoy hace. Será una opción abierta para aquellos que tengan una admiración especial por la cultura que en esa lengua se forja o para aquellos que, por razones profesionales, la necesiten (profesores, traductores, intérpretes). 

     Parece un sueño, pero lo curioso es que es mucho más barato y útil que lo que hoy generamos. Y totalmente viable.

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