lunes, 18 de enero de 2010

El español para llegar al siglo XXII (22)

Vivimos en un mundo interdependiente: yo dependo de tu tecnología, que sé que tienes, tú de mi petróleo, que sabes que tengo. Se acabaron los vallecitos aislados, las cabeceras de ríos inaccesibles en medio de la jungla que permitían el ensimismamiento, la homeostasis: basta hincar una parabólica en medio de la aldea para poner en peligro los cuentos del abuelo en torno a la fogata. Cruje el mundo por todas partes y los menos fuertes van siendo arrollados.

Las grandes empresas toman nota: dan fe de ello las megafusiones. Las potencias intermedias buscan cohesionarse entre sí: con altibajos los europeos avanzan hacia una construcción que les dará más fuerza en los asuntos mundiales. Las potencias que despuntan, luchan por mayores espacios: Brasil busca cohesionar a Suramérica y está a punto de conseguir un sillón permanente (¿con derecho a veto?) en el Consejo de Seguridad de la ONU.

¿Y los hispanohablantes de América? Un archipiélago de 19 Estados que no pesa en la balanza de los asuntos mundiales como debería. Nos agotamos en discusiones del tipo... ¿qué viene primero, la política o la economía? Olvidémonos —por un instante— de ellas. No pensemos —por un momento— en términos de Estado, sino en términos de nación, es decir, ese conjunto de personas cuyo razonable denominador común en cultura y tradiciones los lleva a vivir juntos. Si nos centramos en el mapa de la cultura, apreciaremos nuestra cabal actualidad y potencialidad. Veremos, claramente delineado, un inmenso territorio contiguo, cuyos pobladores son lo suficientemente distintos a los otros y parecidos entre sí como para buscar, ahora sí, un cuerpo político y económico. Somos la nación más grande que existe en el mundo... que no se ha constituido como Estado.

No hablamos aquí de pamplinas románticas, aéreos idealismos, ofensivas ideológicas o nacionalismos trasnochados. No se trata aquí de ir a la conquista de nadie. Sólo queremos tomar nota de que la globalización nos pone en las calles de Pekín, Tokio, Nueva York, Berlín y de que, el transitar por ellas, nos da la clara sensación de que somos distintos y menos poderosos... y ello puede hacer peligrar, en nuestro caso, ese punto de equilibrio que hace fuertes a las culturas: el constante cambio sin pérdida de la continuidad. Léase Francia. Léase Japón.

Los hispanohablantes de América debemos ir a la búsqueda de ese punto de equilibrio. Nos será muy difícil llegar a él sin trascender el archipiélago actual: el punto se negocia desde la propia fortaleza. El resultado de fracasar podría ser un amasijo de pitiyanquismo y marginalidad salpicado de fundamentalismos. Pero allí está la lengua, el cemento fundamental de estos ladrillos dispersos. Con ella podemos construir la casa grande, de sólidas fundaciones, de ventanales abiertos a los cuatro vientos. La casa que nos permitirá llegar al siglo XXII asociados a la humanidad y reconociendo a nuestros ancestros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario