martes, 9 de noviembre de 2010

No somos inquilinos de nuestra lengua

Corría el año 1969. Una brisa fresca y un cielo gris presagiaban el otoño. Estaba en la calvinista Ginebra a las puertas de una escuela desconocida. Me sentía como paracaidista a punto de saltar hacia la oscuridad de un territorio enemigo. Como solo escudo poseía una frase que indicaba mi ignorancia del francés: “ye ne parle pa fransé”. Así, sin el más mínimo esfuerzo por adecuar mi pronunciación. Tras ello agregaba, de brazos cruzados y alzando la barbilla: “ye parle español”. Sin entender una palabra, llegué al salón de clases donde se hallaban quienes me acompañarían todo un año. Eran de procedencia muy diversa: suecas, egipcios, pakistaníes, estadounidenses... y uno de ellos, Jorge, venía de España. Hablaba también español. Yo lo entendía. Pero… al no más escuchar su acento, lo declaré enemigo. Resonaban en mí las lecciones de historia patria, sobre todo el Decreto de Guerra a Muerte, sí señor. Recuerdo una mañana de hojas secas al viento, un recreo específico. Acorralé a Jorge y, cosa excepcional, le dirigí la palabra: supo así cómo Bolívar había hecho justicia en estas tierras, expulsándolos a ellos, diablos de cuernos y tridente a quienes sólo el oro interesaba. Jorge me miraba boquiabierto.
Este episodio autobiográfico me interesa como muestra representativa de algo grave y extendido entre nosotros: el sordo resentimiento, la constante infravaloración, cuando no el llano odio hacia lo que tenga su origen en España, más allá de los bonitos discursos, cuando los hay. Insólito despropósito si consideramos que hablamos la misma lengua en culturas marcadas por el catolicismo: dos coordenadas esenciales a la hora de procesar la realidad y generar sentido.
¿Cuánto nos lastra lo anterior? Es incalculable. Mucho más fluidos serían nuestros procesos de no escupir sobre nuestra herencia, cualquiera sea su origen: ello equivale a hacerlo sobre nosotros mismos. De lo que se trata es de tomar plena posesión, integrar, dar pleno uso.
En este sentido un certero camino viene recorriendo la Asociación de Academias de la Lengua Española, la cual nos agrupa a todos, desde España hasta Filipinas, desde Estados Unidos hasta Chile. En efecto, el gobierno del corpus de la lengua no es ya un asunto colonial en el que Madrid decide y nosotros acatamos, como si fuésemos inquilinos de nuestro idioma. Ahora, todo lo atinente a gramática, léxico y ortografía viene trabajado por todos y rubricado con el sello de la Asociación, teniendo en cuenta la legítima diversidad y la necesaria unidad. Así, el decir “diccionario de la Academia”, queriendo decir de la Real Academia Española, sin negar el rol fundamental que ésta juega en la orquesta, se aleja cada vez más de la realidad: la plural autoría. Y así debe ser: en la foto de 2010 el español puede ser descrito como una lengua americana de origen ibérico, dado que en esta orilla se encuentra el 90% de sus propietarios y parte esencial de la obra que con ella se hace.
Otro camino recorre, por ejemplo, el portugués, cuyos estándares no logran ser consensuados entre Portugal y Brasil. O la quimérica intercomprensión en el mundo de habla árabe…que, según algunos, comienza incluso a despuntar en el mundo angloparlante a fuerza de mucho abarcar y poco apretar.
           Nosotros, en cambio, contrariamente al niño que fui, hemos decidido hablar con Jorge. Gana él… y ganamos nosotros.