lunes, 2 de marzo de 2009

Mi próximo freezer será un congelador

Hace unos meses cambié el microondas. Desde entonces mi hija de ocho años sabe usarlo a la perfección. Es muy diferente al anterior: viene etiquetado en español.
Lamentablemente, lo anterior no es la regla. Y es insólito que no lo sea. Nos parece normal, en un continente cuyos habitantes son en un 40% hispanohablantes —la primera lengua de América— y en un país donde el 98% habla español y sólo español, recibir bienes y servicios... en inglés: on, off, pause, delete, rewind, shift, redial, enter y demás hierbas nada aromáticas saturan nuestro trato con aparatos esenciales para quien tenga una existencia urbana.
En las antípodas se encuentran los quebequenses: son un islote de náufragos francófonos, apenas siete millones de personas casi sumergidos bajo centenares de millones de anglófonos, y reciben sus bienes y servicios en impecable francés... Si ellos pueden, ¿por qué nosotros no?
Porque los hispanohablantes no nos sentimos amenazados. Somos tan frondosos en lo demográfico y lo literario que pensamos tener la eternidad asegurada. Craso error que a la larga puede costarnos caro: mientras más desatendemos ámbitos públicos y de prestigio, más nos retraemos al vecindario. Terminamos rodeados de recetas de cocina, perinolas, cartas de amor, budares y gurrufíos, los cuales ocupan ciertamente un legítimo lugar en nuestra existencia, pero al desatender minucias como ciencia, tecnología, finanzas, comercio, etc., folclorizamos nuestra lengua. En ello se hallan el 98% de los idiomas existentes hoy y por eso sus hablantes los abandonan: no les dan coordenadas del mundo con el que deben lidiar y empiezan entonces a transmitirlos cada vez más precariamente hasta que mueren.
Pero digamos que vemos la folclorización como algo muy remoto e incluso improbable. Hablemos entonces de los efectos inmediatos de no acceder a bienes y servicios en español. Sólo mencionaré dos: baja productividad y alta inseguridad. Quien trabaja en su idioma, trabaja mejor y, por ende, produce más. Y reduce, por si lo anterior fuera poco, el riesgo de generación de accidentes de todo tipo. En otras palabras, un microondas, de no estar bien rotulado en español y no disponer de un manual bien traducido, no sólo compromete la temperatura de mi café, sino que puede hacer estallar un líquido hirviente en mi cara. Imaginemos el mismo déficit en un aparato de rayos X, un mecanismo de compresión de basura, un reactor nuclear. La cosa es cada vez menos divertida… y se despliega a diario.
Una lengua plenamente viva es aquella capaz de servir a sus hablantes en todos los ámbitos que éstos requieran. Y tenemos todos los recursos humanos, económicos e intelectuales para llegar a ella. Tenemos sobre todo la escala. Cada vez que —todos juntos — exigimos algo, pues... ¡nos es concedido! Nadie se va a privar del 6% de la humanidad, no hay manera de darle la vuelta a 400 millones de personas. Sólo un ejemplo: cuando se pretendió enviarnos las computadoras sin esa linda n tocada con un penachito de humo encima, es decir, nuestra preciosa Ñ, todos, todos los que nos enteramos dijimos NO. Resultado: al lado de la L está la Ñ. No tengo que configurarla recurriendo a 25 teclas diferentes, nada de eso, está como la queríamos, de a toque. Y, si nos ponemos de acuerdo, así como reset se volvió reiniciar, mi próximo freezer será un congelador.